Fragmento del libro Buscando a Dios
![](https://static.wixstatic.com/media/a72c1e_d4e4355ff9d141da929dcaf72f77c507~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_926,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/a72c1e_d4e4355ff9d141da929dcaf72f77c507~mv2.jpg)
Nunca había sentido miedo al encarar la página en blanco, otros sentimientos eran lugar común: confusión, curiosidad y hasta frustración, pero no miedo, nunca este terror que me obliga a atarme a la silla para no huir a acurrucarme en un rincón y jurar no intentarlo de nuevo. Más bien seguir hablando de otros: mostrar sus defectos y virtudes, experimentar con sus sentimientos, exponer sus miserias y alegrías. No las mías, eso hasta hoy no estaba permitido.
Siento mi corazón latir a toda prisa, mi intenso salivar producto de la náusea y esta extraña reacción corporal de querer agacharme como para esquivar un objeto contundente que se dirige hacia mí cual lanzado por el tirador más certero. Él sabe que la cobardía no es uno de mis múltiples defectos y se planta frente a mí y me convoca a mirar hacia adentro.
Él siempre estuvo allí, aun cuando no tenía conciencia de ello, al menos no una conciencia tangible, como la tengo ahora: he aprendido a buscarlo y encontrarlo en el silencio, a escuchar el delicado susurro de Su contundente voz, a estar siempre atenta a Su consejo, aunque a veces no sé cuan ventajoso haya sido desarrollar ese discernimiento que me deja sin escusas para desobedecer. Pero habrá que empezar por el principio, cuando esa conciencia aún no era.
La niña alegre
De adulta he comprendido con agrado (entre cómplices sonrisas) lo “gitanos” que fuimos de pequeños. Ese nomadismo no desapareció cuando me fui de casa, muy por el contrario, la idea del cambio genera aún en mí una alegría indescriptible, como si cada mudanza me permitiera ir dejando atrás más y más fantasmas.
Sin duda la casa más emblemática de mi infancia fue la casa de El Valle. Mi memoria insiste en que era un enorme castillo, pero sé cuan relativo es todo lo concerniente al tamaño cuando se tienen tan solo cinco años, así que me resignaré a decir que era una casa grande.
Seguramente la niña que yo fui se extrañaría al saber que llegué a olvidar Su presencia en mi infancia, le costaría entender que cuando crecemos perdemos esa capacidad incuestionable para reconocerle.
En este enorme castillo (lo siento, no puedo evitarlo) vivimos todos y allí viví los más felices años de mi infancia, aunque no fue muy larga la estadía por la ambulante vida antes mencionada. La casa, aislada de la ciudad, tenía todo lo que yo hubiera podido desear y mucho más ¿Qué niño puede aburrirse en una casa con un inmenso jardín lleno de árboles a los que subirse, con columpios y piscina, con una huerta en la que nos entreteníamos recogiendo fresas, con un corral atiborrado de conejos a los que mimar y con un charco repleto de ranas cantarinas que no dejaban dormir a papá?: Yo, diría mi hermana Ariadna, a quien todo le aburría.
Allí vivíamos, pues, mis padres, mis seis hermanos y yo. Perdón, se me olvida alguien: Él. Él también vivía allí con nosotros, me ha costado casi 40 años recordarlo, pero tengo hoy pruebas contundentes que lo afirman. La primera y más obvia de ellas, es que sin Su presencia la vida en El Valle no hubiera podido estar tan llena de esta palpable alegría, estos dulces recuerdos de travesuras infantiles y niños felices serían imposibles en Su ausencia. Seguramente la niña que yo fui se extrañaría al saber que llegué a olvidar Su presencia en mi infancia, le costaría entender que cuando crecemos perdemos esa capacidad incuestionable para reconocerle, pues para ella Él estaba en la suavidad de las orejas de los conejos, en la dulce ternura de papá y en los coloridos pétalos de las flores del jardín de mi madre.
Aunque no faltaban habitaciones en esa inmensa casa, yo tuve la suerte de compartir la mía con mi hermana Ariadna, mi eterna compañera de juegos. Una de nuestras distracciones favoritas era visitar el corral para jugar con los animales, particularmente los conejos, que nos enternecían con sus rollizos cuerpos y su suave pelaje. Intentamos ponerles nombres a todos, pero llegó un momento en que eran tantos que perdimos la cuenta de que nombre iba con cual animal, fue tan pródiga la proliferación que mis padres tuvieron que hacer planes para cocinar algunos, pero ante la llorera de los siete niños y su negación a comer la primera tanda de sacrificados, no tuvieron más remedio que abrirles la puerta del corral y dejarlos libres. Recuerdo que eso me hizo feliz, porque yo era una verdadera enamorada de los animales, no discriminaba, desde las cucarachas de la cocina hasta la vaca del corral, todos me causaban gran enternecimiento. Fueron mis padres testigos afligidos de mi amor por la fauna que me rodeaba, ahora, de adulta, puedo imaginar su asco cuando me paseaba por la casa con un pájaro moribundo que encontrara en el jardín. El amor de mis padres era (es) como el Suyo: hermoso, paciente, sacrificado, sufrido; es ciertamente lo más parecido a Su amor que podré nunca experimentar entre humanos.
Y hubiera sido fácil entonces llenar un saco de odio y echármelo al costado y caminar con él a cuestas el resto de mi vida, pero Él sabía que esta habría sido una tragedia aún mayor, así que se aseguró de mostrarme, no sé cómo, el camino del perdón y la niña que fui decidió transitarlo
En nuestros juegos también estaba Él, es esta una verdad indiscutible. De lo contrario, ¿cómo se explica que Ariadna no cayera a una muerte segura cuando Santiago decidiera bajarla desde la ventana de un segundo piso con tan solo una manguera atada a su cintura?; ¿o que Arabel no fuera atravesada por la bala que se le escapara a Gerardo cuando jugaba con el rifle de papá? Solo Su atenta mirada sobre nosotros y un número incontable de Sus milagros puede explicar que todos sobreviviéramos a esa infancia de travesuras salvajes.
Pero la más tangible prueba de Su presencia en mi infancia fue la gracia que derramara sobre mí para ahorrarme una vida entera llevando a rastras el peso del odio. Quizá con cinco años no pude entender el abuso al que fui sometida, pero no necesitamos mucho tiempo para obtener ese discernimiento y antes de la adolescencia ya era consciente de cuanto fui violentada (he de aclarar aquí, que los victimarios no fueron ninguno de los que habitaban conmigo aquel hermoso castillo, por el contrario, ellos solo supieron darle a mi niñez hermosas memorias con que contrarrestar el horror).
Y hubiera sido fácil entonces llenar un saco de odio y echármelo al costado y caminar con él a cuestas el resto de mi vida, pero Él sabía que esta habría sido una tragedia aún mayor, así que se aseguró de mostrarme, no sé cómo, el camino del perdón y la niña que fui decidió transitarlo; un perdón claramente sobrenatural, que aún hoy no puedo explicar, ciertamente un sin sentido a los ojos humanos, pero un perdón que me permitió ser libre, libre de la esclavitud del odio que se convierte en victimario mayor y rige sobre nuestras vidas si se lo permitimos. Esta lección de perdón que tuve la gracia de aprender en mi infancia me ha acompañado hasta el día de hoy y cuando observo en el mundo la amargura que siembra el rencor en el corazón del hombre, me aterroriza pensar que así pude haber vivido yo.
El resto de mi infancia lo viví de casa en casa, era poco común pasar más de un año en cualquiera de ellas, con cada mudanza dejábamos atrás algo de niñez (y también algún hermano en edad de emanciparse), pronto llegó la adolescencia y con ella la rebeldía que me acompañó por muchos años, más de los que hoy hubiera preferido…
Comments