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PRISIONERO

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El afán de conceptualizar y definir nos hace humanos. Como si lo necesitáramos para vivir, debemos darle forma y nombre a todo lo que nos rodea, así parece funcionar nuestro cerebro, necesita puntualizar su entorno para entenderlo y sólo entonces estará satisfecho. No le gustan los cabos sueltos, todo debe estar en su lugar, bien organizado, cada cosa en su cajón.


Obviamente así fuimos creados, prueba de ello es que el primer trabajo del recién nacido Adán fue darle nombre a todo lo que había en el Edén. Nada estaba aún definido ni puesto dentro de una imagen. Adán, en su ansia de poner “orden” a este mundo nuevo, se puso manos a la obra y sin perder el tiempo comenzó a reducir su entorno a conceptos, a limitar al mundo para que entrara en el contorno de su mente.


Lo Divino atrapado en el marco que le hemos labrado en nuestra mente, prisionero de la imagen que le moldeamos. El hombre su carcelero.

Así, todo quedó encerrado en su noción, todo acompañado de una imagen, un nombre, una referencia; con su etiqueta puesta en el cajón que lo contenía. Desde entonces una flor ha sido siempre una flor y jamás se le confundirá con un leopardo o con el rocío. El alba tuvo entonces un nombre que la separaba del crepúsculo.


Esta manía que comenzó con Adán nos sigue obsesionando, hasta el día de hoy seguimos otorgando nombres y referencias a todo aquello que por nuevo no lo tenga, objetos y personas por igual. Incluso un bebé, antes de abandonar el vientre de su madre, tiene ya un nombre, como si la carencia de nombre implicara carencia de ser.


podemos despertar de este sueño absurdo que intenta poner límites al infinito, despertar sin imagen como nos anima María Zambrano

Lo Divino no ha salido ileso de esta obsesión humana, a ello también le hemos dado un nombre (Dios, quizás) que, como dice María Zambrano, sabe a concepto. Lo hemos etiquetado y le hemos asignado su cajón y aunque no lo hemos visto, hemos hecho de él (¿ella?, si, ¡hasta un género le hemos dado!) imágenes que nos lo representen, para que pueda entrar en el confinado espacio de nuestra mente.


Pero ha habido algunos que han reconocido nuestra humana incapacidad de definirle, un ejemplo de ello pudiera ser la prohibición hebrea de nombrar a lo Divino o intentar recrearlo en una imagen. Otro, mucho más hermoso, es la primera contemplación del Tao Te King, que admite:


El Tao que puede ser expresado

No es el verdadero Tao.

 

El nombre que se le puede dar

No es su verdadero nombre.

 

Sin nombre es el principio del universo;

Y con nombre, es la madre de todas las cosas.

 

Desde el no-ser comprendemos su esencia;

Y desde el ser, sólo vemos su apariencia.

 

Pero de estas palabras de Lao Tze nos hemos olvidado y hoy decenas de religiones han puesto en lo Divino su etiqueta, olvidando su condición de inabarcable. Lo han metido en un cajón y se aseguran de que de allí no salga. Lo Divino atrapado en el marco que le hemos labrado en nuestra mente, prisionero de la imagen que le moldeamos. El hombre su carcelero.


Pero a manera individual podemos hacer algo, podemos despertar de este sueño absurdo que intenta poner límites al infinito, despertar sin imagen como nos anima María Zambrano, despertar del espacio-tiempo donde la imagen nos asalta, para refugiarnos en un instante de experiencia preciosa de la preexistencia del amor: del amor que nos concierne y que nos invita, que mira hacia nosotros. Despertar no a un concepto sino a una concepción que nos atañe y que nos guarda, que nos vigila y que nos asiste desde antes, desde el principio.


No es tarea fácil, ¡hay tanto que desaprender!

 

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