OMNICULPABILIDAD, UNA APROXIMACIÓN
- buscandoadiosps
- 18 feb 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 3 jun 2023

«has de saber que en verdad todos somos culpables de todo ante todos»
Fiódor Dostoievski
Los hermanos Karamázov
Dios creó un mundo donde cada ser está unido por un lazo irrompible al resto de la creación, igual lo estamos al abejorro que a nuestro hermano. Por este vínculo eterno sufrimos hoy aún las consecuencias del comportamiento de Adán: Maldita será la tierra por tu causa (Génesis 3:17), le dijo Dios haciendo tangible la solidaridad que más tarde nos embarcara a todos en la misma arca. De la misma manera que el pecado de Adán nos maldijo a todos, los nuestros maldicen a generaciones por venir. Aunque podría afirmarse que el hombre de hoy ha logrado avistar la inevitable interconectividad que le vincula con su hermano, también es cierto que no la comprende en su extensión ni quiere aceptar sus consecuencias. Particularmente a una de ellas, la culpabilidad universal, le seguimos rehuyendo.
Si para el hombre aceptar que es culpable de sus propios errores es ya tarea difícil, que lo haga respecto a los ajenos es prácticamente una imposibilidad, nos parece asunto de héroes o mártires y nos convencemos de que no estamos a la altura de esos hombres, o quizás nos olvidamos de aquello que nos enseñara John Donne: Nadie es una isla completa en sí mismo; vemos al hombre como un ser independiente, capaz de tomar sus propias decisiones y por tanto responsable por sus consecuencias, sin percatarnos de que la íntima conexión que existe entre nosotros nos hace responsables por pecados propios y ajenos.
No tengo que ser mártir ni merecer el título de héroe para aceptar una culpa aparentemente ajena, es un hecho que se desprende de la solidaridad que caracteriza a la creación, no hay heroísmo en ello, es simple y llana consecuencia del lazo irrompible que nos une.
Dostoievski meditó con detenimiento sobre el tema y su pensamiento está plasmado en las hojas de Los hermanos Karamázov:
Si no puedes vencer la indignación y el dolor que te produce la maldad de los hombres y llegas al deseo de querer castigar a los malvados, reprime más que nada este sentimiento; imponte a ti mismo idéntica pena que si la falta la hubieses cometido tú. Acepta estos dolores y sopórtalos; tu corazón se calmará y comprenderás que tú mismo eres el culpable, pues pudiste llevar la luz a los malvados, aunque hubieras sido el único hombre justo, y no lo hiciste. Si les hubieses llevado la luz, si con tu luz hubieses iluminado el camino a otros, acaso quien cometió la maldad no habría incurrido en ella. Y si iluminaste el camino, pero ves que los hombres no se salvan ni siquiera a la luz tuya, permanece firme y no dudes del poder de la luz celestial; debes creer que si ahora no se han salvado, se salvarán más tarde. Y si no se salvan más tarde, se salvarán sus hijos, pues tu luz no se apagará nunca, ni aun después de tu muerte. El justo se va, pero su luz queda.
Es obvio que su postura se acerca más a aquella de un mártir que acepta y carga con la culpa ajena. Pero creo poder hacer un argumento que no requiera de nosotros, amigo lector, un heroísmo que nos resulte extraño, un argumento que se destila del mencionado verso de John Donne.
¿Puede el aleteo de una mariposa en Brasil iniciar un tornado en Texas? preguntaba el matemático Edward Norton Lorenz a la audiencia a la que se disponía a exponerle su Teoría del Caos, era su manera de representar esa interconectividad a la que me refería al comienzo. Un asunto de causa y efecto que no resulta evidente, una conexión de sucesos que ocurren sin testigo y por ello son difíciles de asociar. Con la culpa ocurre lo mismo, las acciones humanas están también unidas por una cadena invisible de causas y efectos que se extiende en el espacio y en el tiempo sin testigo: Si mi impaciencia me hace discutir con mi esposo provocando su malhumor, que él lleva al trabajo y descarga en uno de sus colegas, quien al final del día se va a casa rumiando su ofensa hasta convertirla en ira que hace recaer sobre su hija cuando ella comete un simple error, ¿quién es culpable de los gritos que la muchacha tuvo que soportar aquella tarde?, ¿la chica?, ¿su padre?, ¿mi esposo?, ¿yo?... ¿todos?
...saberse culpable no sirve de nada, la culpa es en sí un objeto bastante inútil si no conlleva al arrepentimiento y con él a la redención.
No tengo que ser mártir ni merecer el título de héroe para aceptar una culpa aparentemente ajena, es un hecho que se desprende de la solidaridad que caracteriza a la creación, no hay heroísmo en ello, es simple y llana consecuencia del lazo irrompible que nos une. Podría verse incluso como un asunto meramente científico, del que Newton también hablara en su tercera ley. Así, el concepto de omniculpabilidad se convierte en materia de científicos y no de filósofos o teólogos ─y pareciera que a los hombres nos resulta más sencillo creer en una idea si un científico nos la enfrasca en un teorema─.
Sin embargo, el científico sólo puede llevarnos a cuestas por un trecho, luego no le queda más remedio que pasar el testigo al filósofo y al teólogo para que continúen ellos la carrera. Comienza a requerirse del hombre mucho más que la aceptación de una ley que le demuestra la existencia de la omniculpabilidad, pues saberse culpable no sirve de nada, la culpa es en sí un objeto bastante inútil si no conlleva al arrepentimiento y con él a la redención. Pero hay un gigantesco (aunque no insalvable) abismo que separa al reconocimiento frio y científico de nuestra interconectividad de la exigencia espiritual que demanda involucrarse, no con la mente sino con el corazón; que requiere que el hombre ansíe corregir su error ─que de esto se trata el arrepentimiento, de querer cambiar, no de darse golpes en el pecho─, para que aquella triste cadena de sucesos finalmente se rompa.
Afirmaba Luigi Pareyson, filósofo italiano que estudiara con detenimiento la obra de Dostoievski, que la solidaridad humana no se reduce a nuestro común origen, sino que es también nuestro destino final. Hoy, ese destino sigue estando al alcance de nuestra mano, por ello las palabras que (mi amado) Andrés Eloy Blanco escribiera hace setenta años continúan retándonos:
Y nosotros, los dueños de la luz y del grito, del lucero en la noche y el camino en la tierra ¿qué hicimos con el alma del ser oscurecido? ¿qué luz y qué palabra, qué pan, qué tierra dimos a la noche inocente del niño sin estrellas? En los seres oscuros como aldeas de noche y en el agua sin luz de sus postigos, en la cabeza oscura de los tristes, ¿qué paz, qué amor, qué lámpara encendimos?
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