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EL SILENCIO DE DIOS

buscandoadiosps

Actualizado: 17 sept 2021

Fragmento del libro Buscando a Dios

Silencio (2016). Martin Scorsese

“Como heraldo del Señor vino un viento recio,

tan violento que partió las montañas e hizo añicos las rocas;

pero el Señor no estaba en el viento.

Después del viento hubo un terremoto,

pero el Señor tampoco estaba en el terremoto.

Tras el terremoto vino un fuego,

pero el Señor tampoco estaba en el fuego.

Y después del fuego vino un suave murmullo.

Cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con el manto

y, saliendo, se puso a la entrada de la cueva.

Entonces oyó una voz que le dijo:

― ¿Qué haces aquí, Elías?”

1 Reyes 19:11-13

Leía recientemente a un crítico de cine que reseñando una película de Martin Scorsese hacía referencia al “silencio de Dios”; esta referencia captó mi atención por ser una queja común no solo entre cristianos sino entre no creyentes. Pero el crítico iba un paso más allá y mostraba el otro lado de la moneda al redefinir el silencio de Dios como “la sordera del hombre”.


En la película, la fe de dos jóvenes misioneros europeos es sometida a duras pruebas cuando se ven forzados a observar la persecución, tortura y asesinato de los cristianos en el Japón del siglo 17. Tal es la magnitud del sufrimiento del que son testigos, sin aparente intervención de Dios para favorecer a Su iglesia, que su fe tambalea.


Mucho se ha hablado de la oración –nuestra oportunidad para ser escuchados– pero no es este el tema que me ocupa. Hoy quiero intentar hacer de mí un mejor oyente.

Parece fácil comprender cómo la fe de un creyente puede ser abatida cuando en medio de duras circunstancias no puede sentir la presencia de Dios a su lado. Se siente, pues, solo el hombre, y la duda comienza a ganar la batalla. Pero me pregunto ¿cómo reparaba este hombre en la presencia de Dios en su vida antes de que sus circunstancias cambiaran? ¿Estaba su fe basada en el verdadero conocimiento de Dios –esa íntima relación con Él– o sentía el creyente que Dios le acompañaba porque su previa y mejor circunstancia así se lo insinuaba? ¿Puede haber verdadera fe sin intimidad con Dios?, y ¿puede haber intimidad sin comunicación?


Para que exista comunicación en una relación entre dos seres es imprescindible que ambos tengan disposición no solo de hablar sino también de escuchar. Nuestra relación con Dios no es distinta. Mucho se ha hablado de la oración –nuestra oportunidad para ser escuchados– pero no es este el tema que me ocupa. Hoy quiero intentar hacer de mí un mejor oyente.


Nos hemos convencido de que Dios ya no nos habla, de que ha caído en un silencioso letargo que no le permite hablarnos como antes, y se nos ha convertido en un ser ajeno, lejano, mudo y sordo.

La Biblia está llena de vívidos ejemplos del Dios hablante. Divina comunicación que tiene una variedad de métodos: A algunos les habla por medio de Su Palabra escrita, a otros con una voz audible –a Moisés en el monte Sinaí o a Saulo en el camino de Damasco–, con otros se comunica por medio de sueños –como con el ingenuo joven José o el sabio rey Salomón–, o a través de una visión –al novato Samuel con un mensaje ajeno y al curtido Pedro con un mensaje propio–, incluso usando mensajeros divinos o humanos. Y los mensajes son tan variados como los métodos: vemos a un Dios autoritario dar claras instrucciones a Jonás que han de cumplirse sin importar su opinión, a un Dios decepcionado que amonesta a Elí con La Verdad sin tapujos, a un Dios compasivo que le habla a Agar en medio de su desesperanza y al Dios de la buena nueva que anuncia a María que gestará al Salvador.


¡Pero de todo esto hace ya tanto tiempo! Nos hemos convencido de que Dios ya no nos habla, de que ha caído en un silencioso letargo que no le permite hablarnos como antes, y se nos ha convertido en un ser ajeno, lejano, mudo y sordo. ¿Quién –¡en el siglo 21!– puede creer que Dios dialoga con nosotros, que puede darnos instrucciones, reprendernos, exhortarnos o revelarnos Su buena nueva; que no es de arcaicos ni de locos sugerir que Le escuchamos?


Su Palabra me dice que Él no cambia. Que “YO SOY”, aquel que llamó a Moises desde la zarza, también me habla a mí. Que le urge comunicarse conmigo, tanto como cuando persistentemente llamaba a Samuel en mitad de la noche. Que quiere contármelo todo, que añora que le escuche, que se desvive por revelarme Su Verdad, y con ella hacerme libre. Y yo, me dispongo a escuchar…

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