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Aunque lo que escribo pueda acabar en libros o en la red donde otros al leerlo se hagan partícipes de la conversación de una, para mí, la escritura, más que un medio para transmitir ideas, es principalmente un lugar de sanación y de reflexión.
Hace algún tiempo, releyendo las bienaventuranzas (Mateo 5:3-12), me quedé, como siempre, sintiendo que tras cada una de ellas había un universo infinitamente mayor al que yo había logrado vislumbrar. Queriendo meditarlas, me propuse escribir breves historias que pudieran explicármelas mejor.
Hoy quisiera compartir contigo, amigo lector, una de ellas.
Bienaventurados los misericordiosos:
porque ellos recibirán misericordia.
Mateo 5:7
―¡Finalmente llegas! ―exclama ella cuando lo escucha entrar en casa.
Él no contesta, su cuerpo está allí mas no su pensamiento. Su mente claramente absorbida en un dilema que intenta resolver.
―¿Estás bien? ―le pregunta ella al no conseguir respuesta― me tenías preocupada. Esta tarde hubo otro robo, con ese ya son tres esta semana. Ya ni les importa hacerlo a plena luz del día. ¡Que ganas tengo de que los agarren y se los lleven presos y no los dejen salir más nunca!
―Me topé con Jacinta ―dice él finalmente.
―¿Jacinta?
―Si, la vecina del cuarto ―contesta aún con la mirada perdida―, cuando entraba en el edificio la encontré en el vestíbulo.
Finalmente la mira y continúa diciendo
―No estaba sola, uno de los ladrones estaba con ella.
―¿¡Qué!?, ¿uno de los ladrones aquí en el edificio?
―Si, debió entrar a refugiarse cuando le perseguían después del robo de esta tarde. Tenía a Jacinta como rehén, era obvio que la había golpeado, su cara estaba hinchada y la sangre había salpicado su vestido.
Su mirada se pierde de nuevo para permitir que su mente reviva los sucesos del vestíbulo.
―Me costó unos segundos entender qué pasaba, hasta que vi el arma. Con una mano, el ladrón tapaba la boca de Jacinta, con la otra sostenía un cuchillo con el que decidió amenazarme mientras me ordenaba que pasara de largo sin decir nada.
Su esposa le mira con los ojos muy abiertos, cubriéndose el rostro con las manos, intentando dar sentido a lo que escucha. Él continúa.
―Sin pensarlo me lancé sobre él, caímos los tres al suelo y en el forcejeo logramos arrebatarle el cuchillo que Jacinta lanzó lejos. La ira se apoderó de mí y comencé a golpearlo tan fuerte como pude. La frustración de tantos meses de angustias por su culpa me llenaba el pecho. Jacinta me gritaba que parara y como no lo hacía se lanzó sobre él, cubriéndolo con su cuerpo para que yo no pudiera lastimarlo. Le grité que se quitara. Ella, arrojada sobre el ladrón, me miró con ojos ausentes de odio y me dijo: él también merece nuestra compasión.
―¿Compasión?, ¡Compasión! ‒ grita ella ‒ ¡no faltaba más!, yo estoy presa en esta casa gracias a esos delincuentes, ya ni puedo llevar a los niños a jugar en el parque por las tardes, ¿y encima debo tenerles compasión? ¿¡Y se puede saber por qué!?
Él observa a su mujer perder los estribos como le sucediera a él en el vestíbulo. Ella le plantea la misma pregunta que se ha estado haciendo desde que dejó a Jacinta intentando ayudar al extraño que momentos antes la amenazaba con un cuchillo. Su espíritu clama la respuesta, pero su mente aún no la acepta. Se sienta a la mesa pensativo y le contesta.
―No lo sé.
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