Claros del bosque
María Zambrano
Ediciones Cátedra
Madrid, 2020
19
Claros del bosque
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Hace ya mucho tiempo que me convencí de que no es la casualidad quien trae los libros a mis manos, no hay ningún azar en ello, jamás es el producto de una inconsecuencia. Claros del bosque no es la excepción. Meditaba con insistencia por aquellos días acerca de mi aproximación a Dios, que sentía demasiado dominada por la mente y anhelaba más libre –más Suya en realidad, pues nada se me antoja más libre que aquel o aquello que se entrega a Dios y nada más cautivo que lo que se hace sumiso al hombre–, por ello, en aquel momento, llegó hasta mí este libro de María Zambrano, trayendo en sus manos misteriosas respuestas.
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido.
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nada se me antoja más libre que aquel o aquello que se entrega a Dios y nada más cautivo que lo que se hace sumiso al hombre
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Vivimos enredados entre las ramas de los tupidos árboles que habitan nuestra mente, robustos robles, inmensos abedules, infinitos cedros que nos impiden ver la luz que en sus copas se insinúa. Pero en medio del tupido bosque del pensamiento se encuentra un claro ausente de él, un claro donde el canto de un ave nos recibe. Pasado el umbral del alma llegamos a ese sitio donde la Divinidad espera pacientemente, deseando ser encontrada. Allí, en el claro del bosque, la experiencia mística es posible.
Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. (…) Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis. Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunta la suma en la mudez de la esclava.
Temeroso ante la nada que es el claro del bosque, el hombre planta en él una pregunta que llene su vacío. Pero si un día, enloquecidos, dejamos de poner en tierra las semillas que hacen más denso el confuso bosque del pensamiento, descubriríamos, tras algún despistado divagar, un claro que parece haber estado esperándonos.
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en medio del tupido bosque del pensamiento se encuentra un claro ausente de él, un claro donde el canto de un ave nos recibe.
Y el temor del éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace huir del claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso, escucha la voz del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te soy al fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes».
Se requiere valentía para entrar en el claro del bosque y afrontar la soledad que contiene. Como cervatillos asustados nos resguardamos entre los troncos y desde allí, desde lo lejos, observamos el claro que no cambia, lleno de una suave luz que desde nuestra espesa oscuridad nos causa desconfianza. Por ello volvemos a lo profundo del bosque, regresamos a su más tupido rincón, aquel que nos ahoga, pero el recuerdo de ese claro que avistamos, de su suave luz tocando la tierra, no nos abandona.
Claros del bosque es un libro lleno de misterio que no debemos intentar entender con el alma, pues esta sólo oscurecería su sentido, a las palabras de Zambrano hay que dejarlas traspasar ese umbral sin ser notadas, sin que la mente se detenga a descifrarlas y en su afán sólo logre destruirlas. Sus misterios ocultos deben pasar desapercibidos y llegar hasta nuestro espíritu donde serán entendidos, donde celebrarán su llegada con cánticos alegres, y el hombre, allá afuera, sin saber el porqué, sentirá que hoy la lucha se le ha hecho un poco más ligera.