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Historias del buen Dios

Rainer María Rilke

Plaza & Janés S.A

Barcelona, 1973

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Historias del buen Dios

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La ternura en los hombres es una característica que me desarma, me habla de la seguridad de un individuo que permite a su yo mostrar ese dejo femenino que también le define. De esa masculina ternura están llenas estas páginas de Rilke, compuestas por trece historias narradas con tal delicadeza que se convierten también en historias infantiles. En ellas Rilke nos propone una mitología amorosa que nos ayude a reconciliarnos con un Dios que la religión ha desdibujado. ¡Vaya un afán digno!

 

En la mitología rilkeana Dios es distraído y la omnipresencia no se le da muy bien que digamos. Entretenido en otros quehaceres deja a Sus manos la tarea de confeccionar al hombre, que se impacienta por vivir: ¿Ya?, pregunta como si fuera un niño jugando al escondite, mientras las manos de Dios siguen amasando sin descanso. Pero el hombre, impaciente e inacabado, se les escapa sin que Dios supiera cómo había quedado. Este, enojado con Sus manos, envía a la mano derecha a la tierra, la obliga a hacerse hombre para que Él pueda finalmente ver su forma y para ello es cortada del brazo de Dios. La sangre de esta herida cubre de rojo la tierra.

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(Rilke) quiere recordarnos quienes son los herederos de nuestras mitologías, de nuestra idea de Dios, pues todos tenemos una, todos vamos tomando migas de aquí y de allá y con ellas creamos un rostro ─a veces severo, a veces misericordioso─ que nos mire.

 

Rilke nos habla de un Dios sin pompa y sin ritual, cuyo contacto no requiere rebuscados protocolos. Rilke lo encuentra en la piedra que labra Miguel Ángel y en un dedal que se le ha extraviado a una pequeña niña. Un Dios cuyo sepulcro es el cielo, donde los hombres lo hemos sepultado.

 

Historias contadas para los oídos de todo el que quiera escuchar: un extranjero, un paralítico, un maestro, una madre… Pero sobre todo para los niños, son ellos el público predilecto y elegido por el poeta, que quiere recordarnos quienes son los herederos de nuestras mitologías, de nuestra idea de Dios, pues todos tenemos una, todos vamos tomando migas de aquí y de allá y con ellas creamos un rostro ─a veces severo, a veces misericordioso─ que nos mire.

 

«…Hubo un tiempo en que los hombres oraban así. Extendí los brazos y, al hacerlo, sin querer, sentí dilatarse mi pecho. «Y entonces se echaba Dios en aquellos abismos llenos de humildad y tinieblas, y sólo a su pesar retornaba al cielo que, insensiblemente, iba acercando más y más a la tierra. Pero tuvo su origen una nueva religión, y dado que esta no podía hacer comprender a los hombres en qué difería su nuevo Dios del antiguo (pues, en cuanto se comenzó en verdad a glorificarle, los hombres reconocieron en él a su pasado Señor), el profeta de la nueva creencia cambió la forma de orar. Enseñó a juntar las manos y declaró: “Mirad, nuestro Dios quiere ser así implorado, puesto que es otro de Aquel a quien hasta ahora creíais acoger en vuestros brazos.” Los hombres lo aceptaron y la mímica de los brazos extendidos vino a ser menospreciable y espantosa, y más tarde enclavada en cruz, para mostrarla al mundo como símbolo de la ignominia y de la muerte.»

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