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Dostoievski. Filosofía, novela y experiencia religiosa 

Luigi Pareyson

Ediciones Encuentro, S.A.

Madrid, 2007

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Dostoievski. Filosofía, novela y experiencia religiosa

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Al cerrar la contracubierta del libro de Pareyson, luego de una intensa lectura, quedaba en mi boca un sabor agridulce. Aunque haré referencia al dulzor en esta reseña, grato como la miel, no es él quien trajo a Pareyson hasta esta lista, sino el agrio sabor que me dejaba el descubrir mi prejuicio.

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Empecemos por lo dulce.

 

Como admiradora de la obra de Dostoievski, el convertirme en testigo de la conversación que con él entabla el filósofo italiano me resultó fascinante. Su profundo conocimiento del legado del maestro ruso le permite ahondar en temas como el bien, el mal, la libertad o la ambigüedad del hombre, apoyándose en el pensamiento de Dostoievski, al que ha podido acceder tras un estudio lúcido de su obra.

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Dos temas centrales le desvelan: la redención y el ateísmo, y sobre ellos conversa largamente con Dostoievski, quien le ofrece con generosidad su juicio que ha sido destilado tras una detenida observación de la naturaleza humana. Ante esta conversación nadie queda impávido, el destino del hombre es lo que se disputa entre estas páginas.

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En torno a la redención, la conversación se centra en comprender qué fuerza inexplicable logra movilizar al hombre que ha hecho del mal su morada, qué lo saca de su carpa maldita para encaminarlo en dirección del bien.

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¿Cómo se efectúa la regeneración del hombre?, pregunta Pareyson al maestro. Dostoievski no duda al contestar, a través del dolor.

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Su diálogo nos muestra el camino que ha de tomar aquel cuya rebeldía le movió a la desobediencia que a su vez le condujo al castigo y al dolor. Es el dolor lo que le hará dar la vuelta, encaminándolo hacia la reflexión y de ella al arrepentimiento y finalmente a la redención. Pero no es este un transitar sencillo, el hombre deambula sobre las arenas movedizas de la culpa, por ello el filósofo italiano nos advierte: Si el sufrimiento se detiene en la desesperación sin llegar al arrepentimiento no cumple su obra regeneradora y el hombre permanece prisionero del pecado y del dolor sin poder encontrar el bien y la alegría. Es el arrepentimiento para Pareyson, aquel sufrimiento que ha logrado superar y cancelar la culpa, el acto que confiere a la tortura moral inherente al pecado toda su fuerza redentora.

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Mucho más se charló sobre el tema, pero debo aparcarlo para que nos hablen del ateísmo.

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Ante esta conversación nadie queda impávido, el destino del hombre es lo que se disputa entre estas páginas

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Pareyson inicia el coloquio ofreciendo su definición, entiende el ateísmo como la negación del bien, el hombre hace legítimo uso de la libertad que Dios le ha conferido y ofrece resistencia al Absoluto negando su presencia en él y anulando su estatuto metafísico y moral, elimina por un lado la constitutiva diferencia entre Dios y el hombre y por otro la fundamental distinción entre el bien y el mal. El hombre mismo es puesto en el lugar de Dios y todos sus deseos le parecen buenos por arbitrarios que sean. Hace una pausa el filósofo para escuchar a Dostoievski que lo secunda diciendo, si el Dios infinito no existe, tampoco existe ninguna virtud, ni falta que hace.

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En medio de esta desolación, ambos coinciden en hacer una importante distinción entre el “ateísmo absoluto” y el “ateísmo vulgar”. Pareyson afirma que el ateo vulgar es meramente indiferente, esto es, pertenece a aquellos que no sienten nada y por tanto no se plantean el problema de Dios. En cambio, el ateo verdadero (…) niega a Dios, por ello se asemeja más al creyente que el indiferente. Él, en efecto coincide derechamente con el creyente en el reconocimiento del problema y diverge de este únicamente en la solución. Dostoievski, que lo ha escuchado con atención, añade que el ateo absoluto se halla en el penúltimo peldaño de la fe perfecta (y no sabe si llegará hasta ella o no), mientras que la indiferencia no posee fe alguna.

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Con esta encumbrada revelación, bañan de luz aquel oscuro y angustioso pasaje del Apocalipsis: porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. (3:16).

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mi persistencia, mejor dicho, la de Dios, valió la pena: darle tiempo y espacio al filósofo para que se explicara, en vez de querer matar con mi juicio el suyo, tomarme la molestia de escuchar hasta encontrar ese espacio en el cual ambos podemos habitar

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He reservado mis últimas líneas para lo agrio, que será sobre todo un mea culpa.

 

Supongo que mi reseña hasta ahora no te sugerirá, amigo lector, que en varias ocasiones quise cerrar el libro y nunca volver a abrirlo, detener por completo su lectura y olvidarme de él clasificándolo meramente como la obra de un autor farisaico que no valía la pena ser leída. Pero algo me hacía continuar, quizás la magnífica prosa, quizás las numerosas y sublimes citas de Dostoievski que intercala en el texto, quizás Dios que me tenía reservada una lección.

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Particularmente en los primeros capítulos, la maldad en el hombre es planteada por Pareyson con argumentos que me resultaban farisaicos, esto es, completamente carente de misericordia. Sentía que se aproximaba al problema descargando sobre el hombre su pesado juicio el cual derivaba sin cavilación, carente de la humildad del que observa a su hermano sabiéndose tan culpable como él. Sentencias como: Que el hombre obre el mal no es fruto de la ignorancia, porque puede deberse perfectamente al puro gusto de hacer el mal, nublaban mi juicio.

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Pero mi persistencia, mejor dicho, la de Dios, valió la pena: darle tiempo y espacio al filósofo para que se explicara, en vez de querer matar con mi juicio el suyo, tomarme la molestia de escuchar hasta encontrar ese espacio en el cual ambos podemos habitar. No tomó demasiadas páginas para que descubriera que la del prejuicio era yo, el filósofo no sólo se resarce ‒No es que el criminal sea sólo un desventurado y no un delincuente. Precisamente como delincuente es desventurado, y por tanto merece toda nuestra compasión y solidaridad, porque nosotros somos pecadores como él, y quizás en su lugar nos abríamos comportado de peor manera. Por medio de su castigo este expía también nuestras culpas impunes‒ sino que me obsequia un manojo de maravillosos regalos que invitan a la lenta reflexión.

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Aún no estamos Luigi y yo sentados uno junto al otro sobre el mismo platillo de la balanza, aún hay escollos que nos diferencian y que quizás nunca podremos salvar, pero el ignorar mi prejuicio ha dado sus frutos, nos ha acercado lo suficiente para permitirnos estrechar nuestras manos y recordar que el Dios que ambos adoramos es el mismo. Dios, hacedor de milagros, ha logrado que aquello que me separa de Pareyson me haya sido tan útil como lo que nos une.

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