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Diálogos Socráticos
Platón
W. M. Jackson, INC.
USA, 1972
14
Diálogos socráticos
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A lo largo de su vida mi padre ha ejercido toda clase de oficios: conductor de autobús, comerciante, constructor, dueño de restaurante, poeta, agricultor y hasta vendedor de libros. Siendo su hija, de todos ellos me he beneficiado pues dieron a nuestra familia el sustento, pero el último en la lista me generó un doble beneficio, trajo también a casa tesoros que aún conservo y que hoy, cincuenta años más tarde, mantienen intacto su valor y su brillo.
Allá por los años 70, cuando yo apenas abría los ojos al mundo, mi padre trabajaba en una de esas grandes editoriales que enviaban a sus vendedores de puerta en puerta, cargados con pesados maletines llenos de enciclopedias y folletos, ofreciendo a las amas de casa desde libros infantiles hasta las mayores obras de la literatura clásica. Varias de esas colecciones, que mi padre adquiriera con su descuento de empleado, ocupan hoy en día puesto en las estanterías de mi biblioteca. Una de ellas, la colección de Los clásicos incluye a Shakespeare y a Dante, a Goethe y a Quevedo, a los grandes escritores rusos y a los antiguos griegos; entre ellos mi amado Platón y siete de sus diálogos socráticos.
Hacer una reseña de un clásico de esta magnitud atemoriza, por ello no llamaré a estas notas reseña, más bien vivencia, un contar cómo se alivia mi corazón entre sus líneas, cómo mi mente y mi espíritu se alinean bajo su sombra y cantan finalmente la misma melodía, cómo cuando mis ojos abandonan la página, quizás cansados tras horas de lectura, ya no miran igual, el maestro y su sabiduría me han cambiado.
Simone Weil, que leyera con fervor a los griegos, decía que Platón es un místico y que toda la Ilíada está bañada de luz cristiana y que Diónysos y Osiris son en cierto sentido el propio Cristo. ¿Qué fue esa algarabía? ¿Lo oíste tú también, amigo lector? ¡Ah!, es sólo nuestro yo fariseo lanzándole piedras y llamándola profana, no te preocupes, ya se irá de nuevo a ocuparse de sus salmodias. Continuemos…
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Hacer una reseña de un clásico de esta magnitud atemoriza, por ello no llamaré a estas notas reseña, más bien vivencia, un contar cómo se alivia mi corazón entre sus líneas, cómo mi alma y mi espíritu se alinean bajo su sombra y cantan finalmente la misma melodía, cómo cuando mis ojos abandonan la página, quizás cansados tras horas de lectura, ya no miran igual, el maestro y su sabiduría me han cambiado.
Hoy afirmo con Simone que Platón era un místico y añado que Sócrates fue un profeta y un mártir, ambos bañados de esa luz cristiana que al encontrarla no sabemos explicar, ¿cómo pueden ser cristianos hombres que vivieron cientos de años antes de Cristo y bajo el toldo de una sociedad politeísta?, basta meditarlo y la respuesta te será dada: En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios (Juan 1:1).
Jesús: la Palabra de Dios que estaba en el principio, se paseó también por la antigua Grecia donde susurraba en los oídos de Sócrates y Platón verdades revolucionarias que dieron a luz los fundamentos de la moralidad y el misticismo cristianos, cientos de años antes de que María accediera a recibir a Jesús en su vientre. Si no te fías de mis palabras, posa tus ojos aquí y encuéntralo tú mismo:
Mientras sus coterráneos negaban la eternidad del alma, Platón, en boca de Sócrates, afirma en el Fedón que cuando muere un hombre, el alma, la parte espiritual, va a otro lugar de su misma naturaleza, noble y puro e invisible, en una palabra, a la morada de Hades, al lado de Dios bueno y sabio (…) ¿Acaso nuestra alma, constituida con tales atributos, ha de disiparse y destruirse tan pronto se separe del cuerpo, como lo cree la mayoría de los hombres? ¡Lejos de eso! (…) si se aparta del cuerpo pura, sin arrastrar consigo mancha corporal, no habiendo tenido voluntad de vivir en común con él, sino que le ha huido para recogerse en sí misma, sumida en la meditación, lo cual no es otra cosa que la verdadera investigación de la verdad (…) irá a reunirse con lo que le es semejante: lo invisible, lo divino, lo inmortal y dotado de sabiduría, en donde gozará de la felicidad.
En el Fedro nos dicen que el hombre que experimenta lo bello en el mundo ‒lo real y verdaderamente bello‒ se encuentra con un reflejo de Dios. Su alma, que ha conocido a Dios porque de Él proviene, se llena de nostalgia, ahora que está tan lejos de Él…
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Cuando un hombre percibe las bellezas de este mundo, y recuerda la verdadera belleza, su alma recobra sus alas y quiere volar; pero al sentir su impotencia levanta como el ave sus miradas al cielo, y como descuida las cosas de aquí abajo, da motivos para que se diga que delira. Ahora bien, entre todas las clases de entusiasmo, éste es el más magnífico, para aquel que lo ha recibido en su corazón.
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Y llego hasta el Banquete donde nos hablan sobre el amor, y en unas pocas líneas confirmamos que hablan de Cristo, ese Cristo excluido, el despreciado, el que muere deshonrado en las afueras, el que yace malherido junto al camino a Jericó…
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…anda Amor siempre en apuros y le falta mucho para ser delicado y bello, como de Él piensan los más; anda, por el contrario, seco, sucio, descalzo y errabundo; eterno durmiente al raso sin otra cama que el suelo, los caminos o los umbrales de las puertas.
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