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Ensayos

Miguel de Unamuno

Aguilar S.A. de ediciones

Madrid, 1964

13

Vida de Don Quijote y Sancho

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Leía hace algunos meses un artículo que publicara el amado poeta venezolano Armando Rojas Guardia en el que menciona a aquellos autores católicos cuyas obras han tenido un lugar de particular importancia para la suya, autores que han sido sus referentes y maestros, y de sus obras nos dice que en ellas se hace explícita la mecánica existencial de una vida creyente, la experiencia de la fe traducida a la microhistoria cotidiana, la memoria subversiva de Jesús de Nazaret fundando una praxis humana y estética anticonvencional y desafiante. En sus libros el cristianismo, lejos de ser un hogar para la buena conciencia burguesa, se nos revela como lo que siempre fue: una manera peligrosa de vivir. Entre los autores que el poeta listaba se encontraba Miguel de Unamuno.

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Es otro de los muy golpeados libros de la biblioteca de mi madre el que contiene la obra a la que esta reseña nunca podrá hacer justicia. Mi libro reúne varios ensayos y cartas de Unamuno, y entre ellos está Vida de Quijote y Sancho, obra que el autor escribe claramente llamado por un profundo amor hacia el noble caballero y su fiel escudero, y que es reflejo de los rasgos desafiantes e intransigentes a los que nos refiere Rojas Guardia.

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...es Don Quijote el Cristo, y Sancho la humanidad que a su lado aprende a olvidarse de sí misma. Todos vamos con él en el rucio, tú, y yo, y la humanidad entera que va con el gran hombre a recibir una lección de cristianismo quijotesco, a aprender con Sancho a poner a un lado la avaricia por procurar el bien ajeno, a dejar atrás el yo, y permitir que el tú vaya primero.

 

Unamuno viene a atacar nuestros patrones de “buenos cristianos”, viene a señalar el tumor farisaico que se insinúa bajo nuestro traje de buen samaritano, viene a recordarnos que por no ser ni fríos ni calientes Dios nos vomitará (Apocalipsis 3:16). Lo hace escogiendo con certeza sus palabras, llegando a nuestro tuétano con ellas y plantando allí el detonante que destruya toda preconcepción. Ataca a la yugular de nuestro fieramente arraigado dogma sin la menor compasión. Enciende el maestro una inmensa fogata y en ella arroja las viejas doctrinas una a una –las de la Ley, las del antiguo pacto– mientras danza enloquecido alrededor del fuego invocando al Amado para que sea Él testigo de su locura.

 

Escuchen al maestro, quien sobre nuestro deber de evangelizar nos dice:

 

No es el discurso de Don Quijote lo que hemos de desentrañar (…) sino el hecho de dirigírselo a unos rústicos cabreros que no habrían de entendérselo (…) pues en esto estriba lo heroico de esta aventura. (…) la de administrar el sacramento de la palabra a los que no han de entendérnosla según el sentido material. Robusta fe en el espíritu hace falta para hablar así a los de torpes entendederas, seguros de que sin entendernos nos entienden y de que la semilla va a meterse en las cárcavas de sus espíritus sin ellos percatarse de tal cosa. Habla tú (…); habla aunque no te entiendan, que ya te entenderán al cabo. (…) Habla a los cabreros como hablas a tu Dios, del hondo del corazón y en la lengua en que te hablas a ti mismo a solas y en silencio.

 

...y sobre los buenos actos

 

…Lo cual debe enseñarnos a libertar galeotes precisamente porque no nos lo han de agradecer, que de contar de antemano con su agradecimiento, nuestra hazaña carecería de valor. Si no hiciéramos beneficios sino por las gratitudes que de ellos habríamos de recoger ¿para qué nos servirían en la eternidad? Debe hacerse el bien no sólo a pesar de que no nos lo han de corresponder en el mundo, sino precisamente porque no han de correspondérnoslo. El valor infinito de las buenas obras estriba en que no tienen pago adecuado en la vida, y así rebosan de ella.

 

...y del bien y el mal

 

¿Qué sabemos nosotros, pobres mortales, lo que son el bien y el mal vistos desde el cielo? ¿Os escandaliza acaso que una muerte de fe abone toda una vida de maldades? ¿Sabéis acaso si ese último acto de fe y de contrición no es el brotar a la vida exterior, que se acaba entonces, sentimientos de bondad y de amor que circularon en la vida interior, presos bajo la recia costra de las maldades? Y ¿es que no hay en todos, absolutamente en todos, esos sentimientos, pues sin ellos no se es hombre? Sí, pobres hombres, confiemos, que todos somos buenos. ¡Pero es que así no viviremos nunca seguros! —exclamáis— ¡con tales doctrinas no cabe orden social! Y ¿quién os ha dicho, apocados espíritus, que el destino final del hombre se sujete a asegurar el orden social en la tierra y a evitar esos daños aparentes que llamamos delitos y ofensas? ¡Ah, pobres hombres!, siempre veréis en Dios un espantajo o un gendarme, no un Padre, no un Padre que perdona siempre a sus hijos, no más sino por ser hijos suyos, hijos de sus entrañas, y como tales hijos de Dios, buenos siempre por dentro aunque ellos mismos ni lo sepan ni lo crean.

 

...y de la entrega al Amado

 

Tienes tan poca confianza en Dios, que estando en Él, en quien vivimos, nos movemos y somos (Hechos, XVII, 28), ¿necesitas tabla a que agarrarte? Él te sostendrá, sin tabla. Y si te hundes en Él ¿qué importa? Esas congojas y tribulaciones y dudas que tanto temes son el principio del ahogo, son las aguas vivas y eternas que te echan el aire de la tranquilidad aparencial en que estás muriendo hora tras hora; déjate ahogar, déjate ir al fondo y perder sentido y quedar como una esponja, que luego volverás a la sobrehaz de las aguas donde te veas y te toques y te sientas dentro del Océano.

 

Me alargo, lo sé, pero es difícil detenerse cuando hay tanta verdad en juego. Concluiré contándoles que Unamuno, trazando la más hermosa paralela, convierte a Don Quijote en el Cristo que salva a toda la humanidad en el Sancho. Si, es Don Quijote el Cristo, y Sancho la humanidad que a su lado aprende a olvidarse de sí misma. Todos vamos con él en el rucio, tú, y yo, y la humanidad entera que va con el gran hombre a recibir una lección de cristianismo quijotesco, a aprender con Sancho a poner a un lado la avaricia por procurar el bien ajeno, a dejar atrás el yo, y permitir que el tú vaya primero.

 

Bueno, callo ya, como predije no pude hacer justicia a la obra del maestro.

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